Son las seis treinta de la mañana, estoy sentado en el comedor de mi casa, apenas puedo pasar la comida por mi garganta. Veo a mi esposa sentada, la mirada siempre gacha, creo que ha envejecido un poco en estos meses; ya casi no hablamos y todo se transforma en una eterna rutina.
Mis hijos todavía niños, disfrutan de una conversación alegre mientras yo les indico que falta poco para que debamos salir; no se de qué hablan pero sonríen mientras el mundo se derrumba a nuestro alrededor. No los escucho, no escucho a nadie! Quién puede escuchar algo cuando retumban en su interior tantos pensamientos. Me siento cansado pero no puedo decirlo y a veces finjo una sonrisa para que ellos no se enteren de lo que hace mucho tiempo saben.
¿En qué momento pasó todo esto?, Siempre recuerdo el ímpetu de mi juventud, que me abandona día tras día al mirarme al espejo, ¿dónde quedaron los planes de viajar?, de llevar a mi esposa a cenar, de ver la vida como la veo en las revistas que leo cuando espero en esa maldita sala, mientras me atiende una persona que no le importa mi vida pero si la juzga.
Miro el reloj, son las seis y cuarenta y cinco; sigo tratando que pase sin esfuerzo por mi garganta la fruta que compartimos, debe ser causa del insomnio que me hace levantar a diario en una resaca constante…nadie puede verme llorar.
Son las seis y cuarenta y siete, todo sucede a mi alrededor y yo no estoy presente, me refugio en lo mas profundo de mi ser, tratando de no vivir lo que vivo, y a lo lejos se escucha un sonido que atraviesa el aire el que últimamente se convierte en mi tortura, un repique incesante y punzante: Mi Teléfono Celular anunciando una nueva llamada de cobranza; de inmediato se torna amarga la fruta pero debo seguirla masticando como si nada, mi esposa me mira con desconsuelo y yo trato de pronunciar una palabra de esperanza, pero no ya no existe.
Son las seis y cuarenta y ocho, mi mundo se derrumba y no entiendo como en diez minutos saldré a la calle y veré tantas caras sonrientes en la calle mientras mi vida se ha acabado. Doy un beso a mis hijos, fijo un beso a mi esposa y salgo, el teléfono no ha dejado de vibrar en mi bolsillo mientras me dirijo al trabajo. Soy un ente que se mueve mientras imagina tantas vidas posibles de las que nunca será protagonista.
Un saludo al llegar a la recepcionista, y me siento en mi puesto de trabajo, miro la pantalla aún sin encender, por un par de minutos. Son las ocho y cinco y Sofía se me acerca sutilmente y me dice muy cerca al oído y con voz de preocupación: – el Jefe te necesita en su oficina….. – mi estómago empieza a arder.
Me dirijo pausadamente a mi destino por el pasillo entre cubículos, el camino se hace interminable y me faltan las fuerzas pero al final llego, la puerta entrecerrada y toco para anunciarme. –Sigue Daniel!- me dice mi jefe con una mirada fija y muy seria, – Por favor cierra la puerta-. Mi estomago arde aún más.
– Daniel, he recibido ayer en la tarde una visita de una persona que me trae una carta diciendo que no has pagado una deuda- me dice con mirada fija mientras yo siento vergüenza de usar mi ropa. –Debes resolver esta situación cuanto antes- bajo la mirada y le digo en un susurro que si, que me pondré al día y resolveré eso cuanto antes. Me he vuelto un excelente mentiroso en estos tiempos, quizá debería empezar a empacar mis cosas porque pronto quedaré sin trabajo.
Son las Nueve y treinta am, otra llamada más y otra vez el dolor punzante en el estómago……
Escrito por Diego Cárdenas (Derechos de autor Reservados)